El país está ad portas de entrar en lo que promete ser, desde ya, una de las contiendas electorales más feroces de su historia. Las razones saltan a la vista y, sobra decir, están relacionadas todas ellas con el polvorín político, social, económico y sanitario que, por estos días, estremece las fibras de la nación. Es evidente que el debate estará irrigado, en principio, por este maremágnum de asuntos, sensibles e ineludibles; pero también es cierto que, en algún momento, podrán surgir de nuevo las inquietudes que algunos sectores han formulado con relación al modelo de las concesiones y de los peajes.
En efecto, casi durante todo lo corrido del año, se han oído voces que han puesto en el centro de la discusión el costo de los peajes, las distancias que los separan entre sí y, en esencia, la filosofía que llevan consigo las concesiones. Qué mejor momento entonces para decir que el modelo concesional ha cambiado el semblante, para bien, de las desvencijadas carreteras que por años tuvieron que padecer los viajeros, los transportadores y los usuarios en general. Vías que, no hay que olvidar, son un bien del Estado.
Para entender los orígenes de las concesiones en Colombia, vale la pena remontarse a 1991, cuando fue promulgada la Ley 1.ª que, en buena hora, abrió las puertas a la inversión de capital privado en pro del desarrollo de infraestructura. Desde entonces, las concesiones le han permitido al país superar un rezago de más de 80 años en materia vial y, hay que decirlo: han permitido a Colombia mejorar, sustancialmente, sus condiciones de competitividad en el ámbito regional y nacional.
Para comprobar lo anterior, solo hace falta dar un vistazo a lo que ha ocurrido con las cuatro generaciones de concesiones viales en las que se ha embarcado el país: en la primera, fueron suscritos 11 contratos para la rehabilitación y ampliación de 1.649 km. La segunda generación incluyó, por su parte, dos contratos para intervenir 470 km. A su turno, la tercera generación comprendió 12 contratos de concesión para intervenir 3.557 km de carreteras. Aunado a todo ello, el programa 4G, hoy por hoy en ejecución, conllevó la suscripción de 30 contratos y la intervención de 5.000 km de vías.
Es una verdad de a puño: por cuenta del modelo de concesión y de la existencia de los peajes como su columna vertebral financiera, el Estado ha logrado intervenir más de 10.000 km de carreteras en los últimos 27 años. Habría que sumar, además, los 1.111 puentes y viaductos, y 80 túneles de las mejores especificaciones ingenieriles, que hacen parte del conjunto de obras que en su totalidad conformarán las cuatro primeras generaciones de concesiones viales del país. Ello sin contar aún lo que dejará en el mediano plazo el programa multimodal 5G, que avanza ya satisfactoriamente.
Si lo ya mencionado no resulta suficiente, tan solo los proyectos 4G generarán una disminución promedio de aproximadamente 30% en los tiempos de desplazamiento, a lo largo de sus corredores. Su primera ola, por ejemplo, permitirá un ahorro total de 929 minutos para los transportadores de carga. Todo esto redundará, por supuesto, en incentivos para el incremento del comercio nacional e internacional y será un estímulo importante para el turismo interno, fenómeno que dinamizará otros sectores de la economía.
Difícil pasar por alto, además, el hecho de que por cada billón de pesos invertido en infraestructura se generan cerca de 28.000 plazas de trabajo en el país. Dicho fenómeno trae consigo, como una suerte de círculo virtuoso, un fuerte incremento en el consumo de los hogares, y de allí se desencadena, por obvias razones, un efecto cíclico en el total de la economía, además de una dinamización en otros sectores. Y, justamente, han sido las concesiones pieza neurálgica dentro de este propósito orientado a crear nuevos empleos.
Diversas investigaciones han encontrado significativas correlaciones entre la inversión en infraestructura, el crecimiento del PIB, los efectos a corto plazo a través de los encadenamientos productivos y los efectos a largo plazo. Estas investigaciones identificaron efectos positivos sobre la economía en general, tanto en la oferta -mediante la mejora transversal de la competitividad de todos los sectores de las regiones o población beneficiada del proyecto-, como en la demanda, a través de la generación de un dinamismo en sectores que hacen parte de la cadena productiva y que proveen los diferentes insumos requeridos en este tipo de inversiones.
De hecho, un estudio presentado por Fedesarrollo en 2017, para el sector de obras civiles, llegó a una conclusión demoledora: $1 peso adicional en la demanda de obras civiles se traduce en un incremento de $2,72 pesos en todos los demás sectores de la economía.
A su vez, han evidenciado los expertos que el crecimiento en el PIB tiene impacto positivo en la reducción de la pobreza (con especial énfasis en la población más vulnerable). Estos análisis muestran que un incremento de 10% en el ingreso promedio (PIB per cápita) reduciría la tasa de pobreza entre el 20% y 30%.
Peajes: una necesidad inocultable
A riesgo de sonar reiterativos, los dineros provenientes del recaudo de los peajes han sido la médula espinal de la financiación de las megaobras anteriormente enlistadas. Sin los peajes, los gobiernos recientes difícilmente habrían podido acometer iniciativas de tal envergadura. Seguramente se habrían visto obligados a hacer arriesgados malabares fiscales, como recortes en educación, salud, vivienda, seguridad o justicia. O lo más preocupante: habrían tenido que incrementar impuestos, lo cual hubiese demandado el trámite de varias reformas tributarias.
Efectivamente, el desarrollo de infraestructura de transporte pública -entre ella la vial- implica definir cuál debe ser el origen de los dineros necesarios para su ejecución. De frente a esa realidad, el Estado solo puede utilizar, para tal propósito, los recursos derivados de su capacidad de imponer y recaudar tributos. Entonces, de ahí surge la siguiente disyuntiva: ¿se debe financiar la infraestructura con los impuestos que pagan todos los ciudadanos y que no tienen destinación específica? O ¿deben pagarla, mediante el mecanismo de los peajes, solo aquellos que utilizan las carreteras?
La respuesta bien podría encontrarse al revisar las experiencias mundiales, donde la premisa, en muchos países, siempre es la misma: ‘quien usa, paga’. Es una realidad indiscutible. De hecho, así lo han documentado avezados investigadores como el renombrado ingeniero y PHD español José Manuel Vassallo quien en su texto Análisis del sistema de autopistas de peaje japonés en el marco de la tendencia actual del negocio de las carreteras de peaje en el mundo, deja claro que son los usuarios quienes deben pagar.
Ahora bien, es frecuente que a muchos los asalte la misma inquietud: ¿de dónde sale el costo de los peajes? En Colombia, para establecer el valor de un peaje, hay que tener en cuenta, por una parte, los beneficios que la infraestructura les otorga a los usuarios y, por otra, el costo que genera un vehículo, de cara al mantenimiento y operación de la carretera. Es decir: una tractomula aporta más en peajes, por cuenta del mayor desgaste que genera a la infraestructura, en comparación con los automóviles livianos.
La tarifa del peaje, además, está determinada por las características, bien particulares, de cada carretera. Justamente, esas peculiaridades que se desprenden de cada obra civil son al final de cuentas la razón por la cual los costos de cada proyecto varían de manera considerable, tanto como su estructuración financiera, operación y mantenimiento. De ahí, entonces, que el valor de cada peaje sea diferente.
Construir vías en Colombia, un país con características geográficas tan variopintas, no solamente se constituye en un desafío de ingeniaría monumental, sino que, por esas mismas razones, los proyectos terminan siendo disimiles entre sí. No es lo mismo hacer una vía sobre una llanura o una planicie, que ejecutarla en una región de montaña donde, muy seguramente, habrá que construir túneles o intrincadas redes de viaductos.
De todo lo anterior, precisamente, es que resulta improcedente estandarizar las distancias entre casetas de cobro, como lo han planteado algunos. Hay que entender, además, que los peajes representan tan solo un 11.4% en la estructura de costos de una vía. Ese pago se ve más que compensado si se logran reducciones significativas en los otros costos y gastos de operación que son, fundamentalmente, el combustible, las llantas, los neumáticos, el mantenimiento y las reparaciones.
En fin, las virtudes del modelo de concesiones están probadas no solo en Colombia, sino en el mundo entero. Pocos se atreverían a apostar, por ejemplo, que China, un país afecto a las doctrinas del comunismo, sea el que mayor número de concesiones tenga en el planeta. Pues bien, aunque pocos lo crean, así es. Ahora, ni hablar de las experiencias exitosas en el Reino Unido, país pionero en la implementación de este modelo, o en naciones del vecindario como Chile, México o Brasil.
Así, queda en evidencia que, gracias al modelo de las concesiones, Colombia se ha embarcado en un periplo, sin retorno, hacia la modernidad, la competitividad y el desarrollo. Lo dijeron el Banco Mundial y la prestigiosa revista The Economist: “las concesiones en Colombia son ejemplo de réplica y caso indiscutible de éxito”. Por algo será.