No existe un mecanismo capaz de financiar con mesura, con límites y con recursos del Estado.
A propósito de la reciente iniciativa que, por estos días, busca modificar la ley de garantías, algunos han revivido el viejo debate en torno a la credibilidad y la confianza que hoy tienen los ciudadanos en las instituciones democráticas del país. En esa línea, vale traer a colación un estudio elaborado en el 2020 por la Universidad de los Andes, el cual concluyó que tan solo el 28 % de los encuestados confiaron en el Presidente, un tímido 26 % creyó en el sistema judicial y apenas el 21 % profesó su fe en el Congreso.
Cifras preocupantes. Así, hablando de la decreciente credibilidad en las instituciones, valdría la pena llamar la atención sobre un fenómeno que afecta al Legislativo, donde sistemáticamente son radicados numerosos proyectos de ley –¡más de 700 en el periodo comprendido entre 2020 y 2021!– justo ahora, cuando las elecciones parlamentarias se asoman presurosas.
Entre las propuestas, por mencionar un caso reiterativo, aparece la de acabar con el modelo virtuoso de las concesiones y, de paso, con el cobro de los peajes. Ofrecimientos que traen consigo réditos políticos de corto plazo, que ocultan verdades de a puño, como la de advertir, por ejemplo, que, a cambio de tan sugerente propuesta, la autoridad económica se vería en la obligación de crear nuevos impuestos para poner en pie la infraestructura que actualmente construyen, operan y mantienen los concesionarios, y con la que hacen de Colombia un país cada vez más competitivo, desarrollado e interconectado.
Otro caso que se palpa a diario en el seno del Congreso es el de convertir la contratación pública, vía iniciativa parlamentaria, en vehículo de incentivos particulares, llevándose de mano el principio básico de la “selección objetiva”. Tal proceder afecta de manera significativa a las pymes. Si la pretensión radica en dinamizar el empleo, bien podrían generarse estímulos –fiscales y crediticios, por ejemplo– en cabeza de las empresas que enganchen voluntariamente a personal proveniente de diversos sectores.
De todo lo anterior, precisamente, surge la necesidad de pensar en la reglamentación de la iniciativa legislativa para que, a similitud de las democracias modernas, ella esté reglada por el filtro de las prioridades del país, y se evite, por ese camino, el maremágnum de proyectos de ley que se radican y tramitan en vísperas electorales y que generan por, lo demás, incertidumbre jurídica, a manos llenas, al aparato productivo.
Finalmente, preocupa el hecho de que no existe un mecanismo capaz de financiar con mesura, con límites y con recursos del Estado, las campañas de alcaldes y gobernadores elegidos popularmente. No cabe duda de que tal instrumento, el de la elección popular de los mandatarios regionales, en principio ambicioso desde el punto de vista democrático, derivó en un círculo vicioso en virtud del cual el gamonal del pueblo financia, sí, las campañas locales, pero a cambio de contratos una vez se posesione el mandatario ‘elegido’. Impera allí una paradoja según la cual lo que se ganó en democracia con la elección popular de alcaldes y gobernadores se perdió en transparencia.
En ese orden de ideas, también se hace imperativo construir muros de contención (financiación estatal con topes mesurados, por ejemplo) para contener el dramático círculo vicioso entre elección-contratación, al que lamentablemente nos condujo la ‘conquista democrática’ de la elección popular de alcaldes y gobernadores. Con honrosas excepciones de limpieza y transparencia, en algunos territorios, por supuesto.
El llamado, entonces, es a pensar en la próxima generación y no en la próxima elección. De lo contrario, a la carrera terminaremos resquebrajando los cimientos de la democracia.