Movimientos cautelosos, acercamientos timoratos y miradas escrutadoras suelen ser los rasgos más comunes durante un primer asalto boxístico. Allí, en ese episodio inicial, los contendores apenas se atreven a lanzar escaramuzas de reconocimiento y, ‘ex profeso’, reservan su mejor artillería para los ‘rounds’ venideros. En política, el panorama resulta similar. Los alcaldes –para hablar del ámbito local– generan grandes expectativas en su primer año de gobierno y a partir del segundo comienzan a trazar sus verdaderas diagonales.
Por estos días, justamente, los burgomaestres del país llegan –al cabo de dos años complejos– a la mitad de sus periodos. Un tiempo más que prudente para advertir cuál es el estado actual de las ciudades y avizorar cuál será su rumbo. En Bogotá, Medellín y Cali, particularmente, el panorama no parece ser el más alentador. Todo por polémicas decisiones que –impregnadas de un cariz político– ya están ahuyentando la inversión de capital y, de paso, generando graves riesgos de afectaciones económicas y sociales en las mencionadas urbes.
El caso de Bogotá merece especial atención. La reciente aprobación del Plan de Ordenamiento Territorial (POT) por decreto, calificada por muchos de dictatorial y arbitraria, ha originado una creciente y alarmante inseguridad jurídica. Lo planteado allí en materia de vivienda no solo está generando, en principio, incertidumbre en el valor del suelo de la ciudad, sino que promete ser el principal argumento para que, en una suerte de éxodo masivo, las empresas constructoras pierdan su apetito por el mercado capitalino. La explicación es simple: el POT pretende sustituir la ausencia de recursos de los gobiernos municipales, con cargas urbanísticas que se imponen a los constructores. Ello haría inviable ejecutar iniciativas inmobiliarias.
Ahora, en materia de infraestructura de transporte, la exclusión del tramo norte de la Avenida Longitudinal de Occidente (ALO), bajo el pretexto de una supuesta afectación del medioambiente, desconoce de tajo los avances de la ingeniería. En el mundo entero, incluso en Colombia, cientos de megaproyectos franquean humedales, cuerpos hídricos y reservas forestales, sin afectar en lo más mínimo el ecosistema. Ampararse entonces bajo el ropaje de afrentas inexistentes contra la naturaleza es ir en contravía del desarrollo y poner en jaque la movilidad de una ciudad que, como Bogotá, pide a gritos nuevas vías. Es dar palos de ciego.
Pero si por Bogotá llueve, por Medellín no escampa. Las virulentas críticas que por estos días ha lanzado Daniel Quintero, alcalde de la ciudad, al sector empresarial antioqueño desconocen de un tajo, sin duda, la que ha sido probada y reconocida como la ‘pujanza paisa’ y coadyuvan, por ende, a la propagación de mensajes inciertos y confusos en medio del debate político que arrecia.
Por último, vale la pena llamar la atención sobre la progresiva inconformidad de los caleños con la administración de Jorge Iván Ospina. Al unísono, los habitantes de la ciudad se lamentan por los bajos índices de ejecución en materia de infraestructura. Hoy, la Administración tiene aprobado un empréstito por $ 650.000 millones asociados a 19 proyectos sensibles para el desarrollo de la capital vallecaucana. A la fecha, sin embargo, no se ha ejecutado un solo centavo para tal fin. Más preocupante aún, el hecho de que buena parte de dicho monto fue reorientado para atender programas de menor envergadura.
Es evidente: las tres principales ciudades del país parecen estar marcadas por un denominador común: posturas y decisiones políticas tan apresuradas como improvisadas. La consecuencia, por su puesto, se traduce en el temor de los inversionistas y en una amenaza latente para el crecimiento de las economías locales y de la nación.
Columna de Juan Martín Caicedo Ferrer, presidente ejecutivo de la Cámara Colombiana de la Infraestructura para el periódico El Tiempo.