La dolorosa tragedia que sorprendió al país, el pasado 12 de enero, al cabo del deslizamiento en la vía Medellín-Quibdó, y que les arrebató la vida a 39 pobladores de la zona, no puede convertirse en un episodio más de indolencia y ‘amnesia colectiva’. Se trata de un campanazo de alerta sobre el que vale la pena hacer dos reflexiones. Por un lado, dejar en evidencia que durante décadas el Estado falló: en efecto, al amparo de una mirada cortoplacista y con el afán de calmar las aguas turbulentas, resultantes de los reclamos de la sociedad, siempre improvisó al momento de brindar soluciones. Y, de otra parte, surge el imperativo de analizar la vulnerabilidad que hoy se presenta en las vías nacionales frente a los fenómenos naturales exacerbados por el cambio climático.
En lo atinente a la responsabilidad insoslayable del Estado, el ‘libreto’ se ha repetido durante décadas. El gobierno de turno hace presencia en la zona del desastre y promete el oro y el moro, pero al final todo se reduce a trabajos provisionales o a buenas intenciones. Ahora, al auscultar el mapa de los corredores donde se presentan movimientos en masa que derivan en tragedias y en cierres de las carreteras aparece un denominador común: todos ellos están a cargo o fueron construidos por el Invías.
De cara a lo anterior, el interrogante es obvio: ¿cuáles son esas carreteras? A la luz de la coyuntura, la primera es la vía Medellín-Quibdó. Allí, los problemas geológicos de la Cordillera Occidental hacen de esta una vía proclive a deslizamientos, como consecuencia de la falta de trabajos de estabilidad de taludes, manejo de aguas y obras que permitan trazados óptimos para alejarse de las zonas de alto riesgo. Sus flaquezas aumentan por la atracción de flujo de vehículos, que pasaron de 50 dia- rios, cuando la vía estaba destapada, a cerca de los 1.000 que hoy transitan por ella.
De padecer situaciones similares no ha estado exento el corredor Pasto-Popayán. Solo hace falta recordar el cierre del año pasado, ahí, por causa de un deslizamiento en el municipio de Rosas, Cauca, el cual ocasionó pérdidas estimadas en $2 billones. Los trabajos para la construcción de una nueva conexión, en el punto de la tragedia, aún no terminan, pese a que el incidente se presentó hace un año. Incluso, recientemente, las autoridades alertaron sobre una nueva amenaza en una zona cercana.
No menos importante es la realidad de la vía Bogotá-Villavicencio, afectada por deslizamientos desde hace cinco décadas. Se trata, sin embargo, de un corredor con particularidades que lo hacen diferente a los ya mencionados. Allí, un tramo fue construido por una concesión, y el otro por el Invías. En el primer caso, el concesiona- rio ejecutó la segunda calzada, en donde las obras son equiparables con los grandes proyectos del mundo. Ello ha permitido superar los problemas recurrentes de la primera calzada que, en este caso, hizo el Invías, justamente donde los deslizamientos, los cierres y las congestiones vehiculares se han convertido en pan de cada día.
Por último, imperdonable sería pasar por alto las vías de los Santanderes, que permiten una mejor conexión con Venezuela. Los episodios de deslizamientos e inestabilidad de laderas también son galopantes en esa zona. Así lo evidencian casos como los de la vía Curos-Málaga, el de la troncal Central del Norte entre Duitama y Pamplona, y el de la vía la Soberanía entre Saravena y Pamplona. En todos estos puntos, la ausencia de obras preventivas ha sido el caldo de cultivo del desastre.
Así, ante esta realidad, el Estado debe hacer un mea culpa. Una introspección en la cual no solo reconozca sus responsabilidades, sino que -mediante la asignación de recursos y la pronta ejecución de obras estratégicas- ponga fin a la amenaza constante de los deslizamientos sobre aquellas carreteras neurálgicas para la competitividad y la interconectividad del país.
Apostilla. Plausible tarea de la Concesión Ruta del Cacao, en aras de superar problemas de coluviones entre Barrancabermeja y Bucaramanga.