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¿Ley de transparencia?: Luz verde a la corrupción

Juan Martín Caciedo Ferrer

A comienzos de este año, para mayores señas el 18 de enero, el gobierno anterior asestó un aparente golpe contra la corrupción. Ese día, la denominada ley de Transparencia fue sancionada con la única intención de ponerle la jáquima a quienes, sin recato, se han dedicado a saquear al país. En sus incisos, la disposición estableció una serie de medidas, a primera vista audaces, para desmontar aquellas prácticas sobre la cuales muchos han cabalgado para burlarse de la ley. 


Al mirarlo de soslayo, el texto de la mencionada ley plantea acciones ‘lapidarias’: desde levantar el velo corporativo de las empresas para enfrentar a quienes buscan lucrarse con recursos públicos, hasta desarrollar programas de transparencia y ética corporativa de obligatorio cumplimiento para todos los sectores. Así, parecía entonces que, tras su promulgación, la nueva disposición sería un cerco que, poco a poco, obligaría a los corruptos a replegarse y a buscar, de paso sea dicho, escondidijos en los parajes más inhóspitos.    


El horizonte, sin embargo, no luce tan halagüeño si se ausculta con mayor detalle la médula espinal de la ley de marras. En uno de sus artículos, fue incluido -a última hora, valga advertir- un parágrafo que, a la luz de la más simple interpretación jurídica, deja un boquete abierto por el que puede colarse un instrumento ‘eficaz’, una suerte de salvoconducto, para que los corruptos sigan transgrediendo sin mayores dificultades las normas.  

En efecto, el aludido parágrafo deja el camino libre para que aquellos que pretendan evadir los pliegos tipo, puedan hacerlo mediante el uso indebido de los denominados convenios interadministrativos. Estos últimos se vienen celebrado, bajo el ropaje de una aparente legalidad, entre entidades sometidas a la ley 80 y empresas industriales y comerciales del Estado, con el propósito de hacerle el esguince a la estandarización de los procesos contractuales.  


La manzana de la discordia está dentro del artículo 56 de la llamada ley de Transparencia. Allí, fueron incorporadas dos palabras que, en principio, parecerían inocuas: “giro ordinario”. Pues bien, esa expresión, que no está definida en la norma, es la que está haciendo carrera para socavar la valiosa herramienta de los pliegos tipo, que ha demostrado su indiscutible utilidad al momento de garantizar la sana competencia en los procesos públicos de selección de contratistas.


Preocupa el hecho de que algunas gobernaciones y alcaldías, entre otras, ya están implementando -con resonante ‘éxito’- el mecanismo perverso de los convenios interadministrativos para transferir su presupuesto a entidades que, por estar sometidas al derecho privado, no tienen la obligación de contratar con los pliegos tipo. Ahora, no sobra recordar que el parágrafo en discusión fue avalado en su momento por el gobierno nacional, a través de la Secretaría de Transparencia y la Agencia Nacional de Contratación, durante el trámite de la ley de Transparencia en el Congreso de la República.


El escenario no es el más alentador. Más aún, si se tiene en cuenta que, en plata blanca, el buen uso de los pliegos tipo ha representado ahorros cercanos a los $900.000 millones en la contratación de obras de infraestructura de transporte. De la misma manera, dicho mecanismo ha aumentado el número de proponentes habilitados en las licitaciones del sector: se pasó de tener un solo oferente por proceso, a contar hoy en día con un promedio cercano a los 20.

 
Hay tiempo para corregir la plana. De la buena voluntad y del concurso decidido del Congreso y del nuevo Gobierno, dependerá entonces que la lucha frontal contra los corruptos no quede reducida a bienintencionados intentos.